Habíamos llegado
al aparcamiento a una hora más que decente. El día no había
comenzado más que a despuntar sobre el valle. Cogimos las mochilas,
cargadas como si nos fuéramos una vida entera y nos las echamos a
la espalda. Su peso era abrumador, pero formaba parte del sacrificado
ritual para completar nuestra misión, encontrarnos con nosotros
mismos lejos de donde habita la gente.
Empezamos el
camino, paso a paso, recorriendo la parte baja del valle. El bosque
nos envolvía con su fresco aliento y la hierba, húmeda, aliviaba
nuestros pasos. La senda poco a poco iba subiendo, atrás dejábamos
el trino de los pájaros. El valle ascendía más y más
dando paso a
las rocas desnudas, centinelas mudas y vigilantes de las faldas de
esa montaña. A media tarde, cansados tras varias horas, llegamos a
un punto intermedio del trayecto, el lugar ideal donde reponer
fuerzas. Montamos la tienda y preparamos algo de comida. Pronto nos
metimos en los sacos para descansar. Al rato todos dormían pero yo
no podía. La imperiosa necesidad de salir a tomar el aire se había
adueñado de mi. Salí con el sigilo característico de los gatos.
Afuera me esperaba la visión más maravillosa que mis ojos habían
contemplado. Sobre mi cabeza el brillante manto de estrellas
acariciaba las cimas de las montañas, se unían como si llevaran
eones intentando fundirse de nuevo desde que fueron separados. Con
esa visión, digna sólo de aquellos capaces de emprender grandes
aventuras, me volví al calor de la tienda.
La mañana
amaneció fría pero sin viento. Salimos de la tienda para estirar
las piernas entumecidas y desayunar. Ante nosotros la cima se ergía
imponente, amenazadora y respetable. Recogimos todo el equipo y
continuamos el ascenso. Las primeras nieves no tardaron en aparecer
bajo nuestros pies, nieve que parecía que estaba allí desde la
misma formación de las montañas. La mochila pesaba como una losa de
la que era imposible desprenderse. Tras horas de travesía llegamos a
los pies del último ascenso, la cima estaba cerca. Dejamos las
mochilas al lado de un saliente rocoso para ir más ligeros. Delante
nuestro se alzaba el último escollo, una empinada ladera de nieve y
hielo. La moral se nos venía abajo pero ya era tarde para dejar de
luchar. Adelanté un pie y luego el otro, pero era complicado avanzar
con comodidad. Apoyé mis manos en la ladera para ayudarme. Poco a
poco iba ascendiendo. “La cima está cerca” repetía para mis
adentros.
Tras unos minutos,
que me hicieron llegar hasta la extenuación, la pendiente acabó.
Ante mi no quedaba nada más, había llegado a la cima. Levanté la
mirada y pude ver el mundo a mis pies, la misma visión que deben
tener las aves al volar. Una serie de sensaciones comenzó a
embriagarme a cuál más poderosa: superación por el esfuerzo
dedicado, alegría por el fin conseguido, inmensidad ante tal visión,
humildad e impotencia ante tanta grandeza. Desde allí arriba te das
cuenta que perteneces a algo más grande que tu mismo, que no puedes
coronar una cima sin que la montaña te autorice, tal es su grandeza.
Después de
regocijarnos observando el mundo desde los cielos y flotando como las
mismas nubes, comenzamos el largo descenso. La última pendiente en
la subida se convirtió en un resbaladizo tobogán al bajar. Más de
una vez las posaderas acabaron en la nieve. El respeto a semejante
bajada nos hacía agudizar los sentidos. En mi cabeza se repetía una
y otra vez la misma frase: “El peligro es mayor al descender, ten
cuidado”. Con la cautela característica de cualquier montañero
llegamos a la roca donde dejamos las mochilas, seguían allí. Es
admirable el respeto mutuo entre compañeros. Hicimos una pequeña
parada para reponer líquidos y descansar tras los últimos esfuerzos
a tal altura. Proseguimos el camino.
Comenzamos a bajar
con todo el peso, de nuevo nos veíamos abrumados por las mochilas,
pero la cima ya era nuestra, la felicidad nos había insuflado
fuerzas. Pronto dejamos atrás la zona de nieves para proseguir por
el roquedal, los pies empezaban a doler. Al rato de destrepar por la
zona más escarpada de esas laderas llegamos al punto donde la noche
anterior había tenido mi encuentro con las estrellas, el lugar
donde...de alguna manera descansamos. Teníamos ganas de llegar a los
coches así que decidimos seguir con el descenso. En la mitad de
tiempo que habíamos dedicado en subir, nos habíamos plantado en los
límites del bosque. La temperatura era más agradable y el canto de
los pájaros volvía a deleitarnos los oídos, ésto era el preludio
de la visión del aparcamiento.
Aún tardamos tres
horas más en recorrer el valle. Se agradecía haber dejado atrás
las piedras y poder caminar sobre un suelo más confortable, pero los
kilómetros recorridos nos estaban pasando factura, las piernas
estaban agotadas y los pies eran una sombra de lo que habían sido el
día anterior.
Por fin se
presentó ante nosotros la visión más agradecida de un montañero,
entre los árboles apareció el aparcamiento. Recorrimos los últimos
metros hasta llegar al coche, dejamos las mochilas recostadas en él
y nos dirigimos al riachuelo. Nos abrimos las botas y metimos los
pies en las gélidas aguas, era peor el dolor del esfuerzo que el
dolor del agua casi helada.
Sentado en el
margen del río, con los pies sumergidos y el sol bañando nuestros
rostros, descansamos. Mi cuerpo descansaba pero mi mente estaba en
otro lugar, en cada paso del camino, en el momento en que mi ser
rozaba los cielos y el mundo estaba a mis pies. Era otra persona de
aquella que empezó el viaje, pero es que cada montaña, cada
ascensión, cambia algo en nuestro ser. Estábamos listos para volver
a casa.
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