sábado, 22 de octubre de 2016

LA CIMA ESTÁ CERCA

     Habíamos llegado al aparcamiento a una hora más que decente. El día no había comenzado más que a despuntar sobre el valle. Cogimos las mochilas, cargadas como si nos fuéramos una vida entera y nos las echamos a la espalda. Su peso era abrumador, pero formaba parte del sacrificado ritual para completar nuestra misión, encontrarnos con nosotros mismos lejos de donde habita la gente.
     Empezamos el camino, paso a paso, recorriendo la parte baja del valle. El bosque nos envolvía con su fresco aliento y la hierba, húmeda, aliviaba nuestros pasos. La senda poco a poco iba subiendo, atrás dejábamos el trino de los pájaros. El valle ascendía más y más
dando paso a las rocas desnudas, centinelas mudas y vigilantes de las faldas de esa montaña. A media tarde, cansados tras varias horas, llegamos a un punto intermedio del trayecto, el lugar ideal donde reponer fuerzas. Montamos la tienda y preparamos algo de comida. Pronto nos metimos en los sacos para descansar. Al rato todos dormían pero yo no podía. La imperiosa necesidad de salir a tomar el aire se había adueñado de mi. Salí con el sigilo característico de los gatos. Afuera me esperaba la visión más maravillosa que mis ojos habían contemplado. Sobre mi cabeza el brillante manto de estrellas acariciaba las cimas de las montañas, se unían como si llevaran eones intentando fundirse de nuevo desde que fueron separados. Con esa visión, digna sólo de aquellos capaces de emprender grandes aventuras, me volví al calor de la tienda.
     La mañana amaneció fría pero sin viento. Salimos de la tienda para estirar las piernas entumecidas y desayunar. Ante nosotros la cima se ergía imponente, amenazadora y respetable. Recogimos todo el equipo y continuamos el ascenso. Las primeras nieves no tardaron en aparecer bajo nuestros pies, nieve que parecía que estaba allí desde la misma formación de las montañas. La mochila pesaba como una losa de la que era imposible desprenderse. Tras horas de travesía llegamos a los pies del último ascenso, la cima estaba cerca. Dejamos las mochilas al lado de un saliente rocoso para ir más ligeros. Delante nuestro se alzaba el último escollo, una empinada ladera de nieve y hielo. La moral se nos venía abajo pero ya era tarde para dejar de luchar. Adelanté un pie y luego el otro, pero era complicado avanzar con comodidad. Apoyé mis manos en la ladera para ayudarme. Poco a poco iba ascendiendo. “La cima está cerca” repetía para mis adentros.
     Tras unos minutos, que me hicieron llegar hasta la extenuación, la pendiente acabó. Ante mi no quedaba nada más, había llegado a la cima. Levanté la mirada y pude ver el mundo a mis pies, la misma visión que deben tener las aves al volar. Una serie de sensaciones comenzó a embriagarme a cuál más poderosa: superación por el esfuerzo dedicado, alegría por el fin conseguido, inmensidad ante tal visión, humildad e impotencia ante tanta grandeza. Desde allí arriba te das cuenta que perteneces a algo más grande que tu mismo, que no puedes coronar una cima sin que la montaña te autorice, tal es su grandeza.
     Después de regocijarnos observando el mundo desde los cielos y flotando como las mismas nubes, comenzamos el largo descenso. La última pendiente en la subida se convirtió en un resbaladizo tobogán al bajar. Más de una vez las posaderas acabaron en la nieve. El respeto a semejante bajada nos hacía agudizar los sentidos. En mi cabeza se repetía una y otra vez la misma frase: “El peligro es mayor al descender, ten cuidado”. Con la cautela característica de cualquier montañero llegamos a la roca donde dejamos las mochilas, seguían allí. Es admirable el respeto mutuo entre compañeros. Hicimos una pequeña parada para reponer líquidos y descansar tras los últimos esfuerzos a tal altura. Proseguimos el camino.
     Comenzamos a bajar con todo el peso, de nuevo nos veíamos abrumados por las mochilas, pero la cima ya era nuestra, la felicidad nos había insuflado fuerzas. Pronto dejamos atrás la zona de nieves para proseguir por el roquedal, los pies empezaban a doler. Al rato de destrepar por la zona más escarpada de esas laderas llegamos al punto donde la noche anterior había tenido mi encuentro con las estrellas, el lugar donde...de alguna manera descansamos. Teníamos ganas de llegar a los coches así que decidimos seguir con el descenso. En la mitad de tiempo que habíamos dedicado en subir, nos habíamos plantado en los límites del bosque. La temperatura era más agradable y el canto de los pájaros volvía a deleitarnos los oídos, ésto era el preludio de la visión del aparcamiento.
Aún tardamos tres horas más en recorrer el valle. Se agradecía haber dejado atrás las piedras y poder caminar sobre un suelo más confortable, pero los kilómetros recorridos nos estaban pasando factura, las piernas estaban agotadas y los pies eran una sombra de lo que habían sido el día anterior.
     Por fin se presentó ante nosotros la visión más agradecida de un montañero, entre los árboles apareció el aparcamiento. Recorrimos los últimos metros hasta llegar al coche, dejamos las mochilas recostadas en él y nos dirigimos al riachuelo. Nos abrimos las botas y metimos los pies en las gélidas aguas, era peor el dolor del esfuerzo que el dolor del agua casi helada.

     Sentado en el margen del río, con los pies sumergidos y el sol bañando nuestros rostros, descansamos. Mi cuerpo descansaba pero mi mente estaba en otro lugar, en cada paso del camino, en el momento en que mi ser rozaba los cielos y el mundo estaba a mis pies. Era otra persona de aquella que empezó el viaje, pero es que cada montaña, cada ascensión, cambia algo en nuestro ser. Estábamos listos para volver a casa.






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